Para portarse bien, primero hay que sentirse bien
http://www.crianzanatural.com/art/art155.html
Para portarse bien, primero hay que sentirse bien. El educador y escritor norteamericano Alfie Kohn explica por qué recurrir a las recompensas puede resultar perjudicial, y cuál es la alternativa para que los niños aprendan valores, se comporten y sean felices.
por Cecilia Galli Guevara
Si pensamos en “disciplina”, posiblemente nos vendrá a la mente la imagen de un padre que castiga a su hijo o lo reprende con dureza. Hoy día, afortunadamente, esta imagen hiere muchas sensibilidades. Rígida y dura, desentona con los valores del respeto a todos que debe buscar una sociedad equilibrada.
Cuando criamos o educamos con respeto, ante una mala conducta de nuestros niños, lejos de reprimir o castigar, nos preguntamos cuáles son los motivos que los han llevado a ese comportamiento. Desde esta óptica, una mala conducta es un síntoma más que una característica del niño; un síntoma del que nos interesa buscar las causas para subsanarlas y así ayudar a nuestro pequeño a crecer feliz.
Tal vez sea hora de ir “más allá de la discliplina”, o de buscar su verdadero sentido. La palabra “disciplina” y la palabra “discípulo” tienen un origen etimológico común: discípulo es aquel que aprende una disciplina, es decir, una materia de estudio. Y, como explica en uno de sus libros el pediatra estadounidense William Sears, promotor de la crianza con apego, cuando hablamos de disciplina podemos entenderla como “materia de estudio”, no como mera obediencia ciega. El discípulo, el aprendiz, procesa el aprendizaje, lo digiere y razona para hacerlo suyo. Justo como un niño aprende a “portarse bien”.
Premio y castigo, dos caras de la misma moneda
El autor norteamericano Alfie Kohn aporta un nuevo concepto al “problema” de la disciplina, que echa por tierra algo tan arraigado en los mecanismos que utiliza nuestra sociedad para criar y para motivar en general como son las recompensas. En su libro Punished by Rewards (“Castigados por las recompensas”), el autor sostiene que nuestra estrategia fundamental tanto para educar a los niños, como para enseñar y tratar a los empleados, se resume en la idea “haz esto y recibirás aquello”. Nos empeñamos en poner una zanahoria frente a las personas, como si quisiéramos hacer caminar a un burro.
¿Cuál es el problema de este abordaje? Como explica Kohn en su artículo “El riesgo de las recompensas”, los premios que se les ofrecen a los niños a cambio de que estudien o de que se comporten como nosotros queremos pueden ser tan contraproducentes como los castigos. En el caso del castigo, “al hacer sufrir a los niños para alterar su comportamiento futuro, se puede obtener una complicidad temporal. Pero esta estrategia no los ayuda a convertirse en personas que toman sus decisiones de forma ética y compasiva”, dice Kohn. Esto significa que la amenaza del castigo o de las “consecuencias” asegura un buen comportamiento sólo momentáneo, ya que en realidad tiende a generar desafío y búsqueda de venganza. De manera similar, afirma el autor, al ofrecer recompensas no les estamos enseñando a los niños a portarse bien, a elegir el buen comportamiento como un fin en sí mismo, sino que estamos alentando una obediencia temporal: se portarán bien, estudiarán, harán lo que queramos, pero no porque deseen hacerlo o porque comprendan que es mejor, sino para obtener su recompensa. Premio y castigo son, pues, como dos caras de una misma moneda.
Kohn asegura que cuando se alienta a un niño, por ejemplo, a compartir, ofreciéndole un premio a cambio, el único beneficio que ve el niño en su buena acción es la recompensa que recibe por ella. Y esto se traduce en que, a falta de premio, falta de buena acción: un chico educado de esta forma no ve otro bien más allá de la recompensa y no incorpora los valores que deberían motivar una buena acción. Además, apoyándose en numerosos estudios, el autor asegura que a largo plazo los niños pierden interés en las recompensas que se les ofrecen.
El objetivo no debe ser, pues, que los niños se porten bien, sino que aprendan, crezcan y desarrollen la capacidad de discernir entre qué es lo bueno y qué es lo malo, y el gusto por elegir lo que les hace bien.
La alternativa a los premios
El objetivo de los métodos de disciplina positiva es enseñar a los niños a ser responsables, respetuosos, cooperativos, capaces de resolver conflictos. Para lograrlo, se alienta el respeto mutuo, se busca identificar las creencias que subyacen detrás de los comportamientos y se pone el foco en las soluciones a los problemas, en lugar de las consecuencias o castigos que puedan traer éstos. Se trata de implementar un método que enseñe, no que obligue.
La tarea de los padres y de los educadores, define Alfie Kohn, es apoyar realmente a los niños. ¿Qué significa esto? Brindar verdadero apoyo a los niños es enseñarles a hacerse cargo de sus propias vidas: en lugar de hablarles tanto y decirles siempre lo que deben hacer, empezar a observarlos, hacerles preguntas y de esta manera alentarlos a crear soluciones para los problemas cotidianos.
En esta instancia, el autor destaca lo fundamental del proceso de aprendizaje, que define como más importante que los resultados en sí mismos: Kohn asegura que cuando el niño se apropia la solución (que le pertenece porque él o ella colaboró en su creación) es más probable que tenga éxito.
¿Cuál es, entonces, la alternativa a las recompensas? Nuestros niños no son mascotas que aprenden trucos cuando les damos una golosina, sino que son seres humanos en perpetuo desarrollo. Lo mejor que podemos hacer para alentar el buen comportamiento, dice Kohn, es adoptar un abordaje que apoye e incentive su capacidad de tomar decisiones responsables, ofreciéndoles nuestra ayuda y guiándolos. Y cuando un chico no quiere cooperar, debemos buscar cuáles son las razones por las que no está interesado: ¿será quizás que pretendemos que aprendan algo que no les es útil porque no se relaciona con su realidad, en el caso del aprendizaje escolar? ¿O es la forma en la que les enseñamos?
Una nueva perspectiva
Como explica Alfie Kohn en una entrevista publicada en Family Education, gran parte de su trabajo se basa en la distinción entre “hacerles cosas a los niños” y “trabajar con los niños”: la única forma de ayudar a los niños a ser personas generosas y responsables y a que aprendan durante toda su vida es trabajar con ellos en la resolución de problemas y en la toma de decisiones. Pero eso lleva tiempo. También supone cuidado, habilidad y en algunos casos coraje, ya que debemos reconsiderar la validez de nuestras peticiones y expectativas sobre lo que se supone que el niño debe o no debe hacer. Necesitamos comenzar a pensar bien qué les pedimos a los niños que hagan.
El autor asegura que los premios son innecesarios cuando se les ofrece a los niños un entorno seguro y solidario en donde pueden crear y descubrir, y un grado significativo de elección sobre qué desean aprender y por qué motivo. Los buenos valores, pues, deben ser cultivados desde adentro, y no impuestos desde afuera.
Más información
Alfie Kohn: http://www.alfiekohn.org
El riesgo de las recompensas
Entrevista a Alfie Kohn en Family Education.
Alfie Kohn. Beyond Discipline. Virginia: ASCD, 1996. http://books.google.es
Auto Evaluación grupo Ies La Magdalena
EVALUACIÓN DEL APRENDIZAJE
· Gijón:
Aprendizajes técnicos
- A manejar las cámaras
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- Vocalizar
- A cantar
Aprendizajes personales
- A expresarnos
- A estar en grupo
- A no tener vergüenza unos de otros
· Aula:
Aprendizajes curriculares
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- A expresarnos por escrito
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- A trasmitir ideas
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Aprendizajes personales
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- A escuchar
- A divertirnos aprendiendo
- A perder la vergüenza
- A estar corporalmente
- A expresar lo que sentimos
- A respetarnos
- A colaborar
- Hacer las cosas bien
- A reflexionar sobre el aprendizaje
- A respetar un compromiso
Por qué son inaceptables los castigos
Nuestra tendencia al eufemismo nos ha llevado a evitar ver ciertas técnicas punitivas como lo que son. El “tiempo fuera” o la “silla de pensar” no dejan de ser castigos envueltos en palabras que pretenden hacerlos tolerables. También son un eufemismo las “consecuencias lógicas”, que a menudo se utilizan para camuflar lo que en esencia es un castigo. Por ejemplo: “No te has comido la sopa; así que (como consecuencia lógica de tu “decisión”), no podrás ir a jugar a casa de tus amigos”, “No has terminado las multiplicaciones, (lógicamente) no podrás salir al recreo”.
Tácticas como estas son frecuentes en muchas casas y escuelas: humillar a los niños por lo que dicen o por lo que no dicen, delante de sus amigos y compañeros, enviar notas ofensivas a sus padres, retirar o prohibir algo que el niño aprecia, enviar al despacho del director, dar trabajo extra, o poner malas notas sin profundizar en los motivos por los que el niño, supuestamente, no ha aprendido lo necesario, son formas de castigo. Todavía muchos justifican y utilizan la violencia física contra los niños, por ejemplo con una palmada en la mano cuando el niño pequeño toca algo que el adulto no desea que toque.
¿Funcionan los castigos?
A veces pudiera parecer que los castigos funcionan, pero si prestamos algo de atención comprobaremos que sólo proporcionan un cumplimiento temporal. El castigo sólo funciona mientras que el castigador está presente. Algunos deducen que se pasa el efecto del castigo, y que entonces es necesario aplicar una nueva dosis, como si fuera un medicamento, o que el castigo fue “demasiado blando” y hace falta “ser más duro”.
Más bien, lo que ocurre es que el niño se ve inducido a evitar el castigo en sí. Es probable que un niño a quien le dicen “¡No quiero pillarte haciendo esto otra vez!” pueda pensar “Vale, la próxima vez que lo haga no me vas a pillar”.
El castigo sólo cambia un comportamiento, pero no tiene ningún efecto positivo sobre los motivos y valores de esa persona para haber cometido una acción. El hecho de que padres o educadores sigan castigando al mismo niño una vez y otra vez indica que el problema es más profundo que simplemente el tipo de castigo o la manera en que se aplica.
El precio del cumplimiento temporal
Los castigos no sólo deberían evitarse porque son una falta de respeto, sino porque agravan los problemas, más que resolverlos. Décadas de estudios e investigaciones señalan que los castigos crean una serie de problemas, y demuestran que es peor castigar que no hacer nada en absoluto:
Los niños que suelen ser castigados en casa tienen más posibilidades que otros niños de comportarse mal cuando no están en casa.
Los castigos enseñan a ganar usando la fuerza. El niño recibe un ejemplo de uso del poder, contrario a la razón o la cooperación, que puede afectar profundamente al desarrollo de sus valores. El niño aprende que si no te gusta cómo actúa alguien, puedes hacerle algo malo a esa persona hasta que deje de hacerlo. Si nos fijamos en cómo se comportan muchos niños, parece que han aprendido demasiado bien esta lección, seguramente de nosotros los adultos.
Los castigos estropean la relación entre el castigador y el castigado. Cuando el niño ve al adulto como un ser controlador, que le hace daño o le impone consecuencias desagradables, seguramente estará tan contento de ver a esa persona como un adulto cuando ve un coche de policía por el espejo retrovisor. La alianza amorosa entre adulto y niño, tan vital para su desarrollo futuro, se ve comprometida. Este hecho, en el fondo, explica por qué el castigo suele acentuar el comportamiento que pretendía mejorar. Para ayudar a un niño impulsivo, agresivo o insensible para que sea más responsable, tendríamos que ver por qué se comporta así. Esto tiene más posibilidades de ocurrir si el niño se siente lo bastante cerca de nosotros para explicarnos cómo ve las cosas desde su punto de vista.
Imaginemos que un niño está siendo agredido en la escuela por otros niños. Cuando está en casa, la rabia e impotencia contenida explota y pega a su hermano pequeño al menor conflicto. Los padres, enfadados por su comportamiento, le castigan. ¿Qué posibilidades tiene ese niño de sentirse confiado, comprendido, para poder verbalizar y explicar a sus padres que sufre en la escuela, para poder recibir ayuda efectiva por parte de los adultos? El castigo no hará más que profundizar en la brecha y agravar su comportamiento.
Cuantos más castigos recibe una persona, más enfadada se sentirá, peor se comportará… Y más castigos recibirá. Es un ejemplo de círculo vicioso del que sólo se podrá salir cambiando los castigos por el buen trato.
Los castigos entorpecen el desarrollo ético del niño. Un niño amenazado con una “consecuencia adversa” por no satisfacer los deseos o normas de alguien, seguramente se va a preguntar: “Qué quieren que haga, y qué pasa si yo no lo hago?”. Seguramente, como padres preferimos que nuestros hijos se pregunten: “¿Qué tipo de persona quiero ser?”. Si no robamos o no asesinamos, no es porque tengamos miedo a la cárcel, sino porque somos seres morales, sabemos que eso está mal y podemos imaginar cómo afectan esas acciones a otras personas.
Algunos defensores de la “disciplina” afirman que el niño debe experimentar las consecuencias de sus acciones, pero casi siempre se refieren a las consecuencias que esa acción tiene para el niño. Todo se centra en lo que le pasará al niño si rompe una norma. Suponen que el niño se comportará adecuadamente si sabe que sufrirá alguna consecuencia negativa si no lo hace.
Por el contrario, el desarrollo ético consiste en saber cómo debe comportarse uno mismo por el propio sentido de la dignidad y por consideración hacia los demás. El castigo no sirve en absoluto para ninguna de estas cosas. Incluso, reduce los valores positivos, ya que acentúa la preocupación por uno mismo: le enseñamos al niño a centrar su atención en qué le ocurrirá si lo pillan. Muchos ladrones de guante blanco sin pizca de ética están convencidos de que no los van a pillar, en cuyo caso no habrá consecuencias para su acción, y eso les da luz verde para robar. En cambio, una persona honesta puede encontrarse casualmente una billetera perdida llena de dinero y, aunque sepa perfectamente que nada le va a ocurrir si se la queda, tratará de restituírsela a su propietario, ya que puede imaginar el perjuicio que habrá sufrido al perderla. De hecho, varios estudios (Thomas Gordon, 1989) han mostrado que la mayoría de delicuentes han sido castigados regularmente en su infancia… ¿y de qué sirvió?
¿Por qué castigamos?
Es fácil, y es lo que nuestro entorno seguramente espera que hagamos.
Nos hace sentir poderosos: “tengo el control de la situación”.
Puede funcionar a corto plazo para conseguir un cumplimiento inmediato; en cambio para llegar a darse cuenta de los daños que produce a largo plazo, hace falta reflexionar con cierto detenimiento.
La mayoría de adultos hemos sigo educados en entornos punitivos en mayor o menor grado y vivimos rodeados de ejemplos constantes de diversas formas de “castigo”. Muchos no sabemos qué otra cosa podemos hacer con los niños.
Nos da miedo pensar que si un niño no recibe un castigo por algo, lo volverá a hacer una y otra vez, o incluso hará algo peor (“dales la mano y te tomarán el brazo”, se dice). Bajo este miedo, subyacen creencias profundas muy negativas sobre los niños y el ser humano en general.
Pensamos (erróneamente) que la alternativa al castigo es no hacer nada. Si no castigamos, parece que somos demasiado permisivos. Hay que superar esa falsa dicotomía (o castigas, o no haces nada) para conseguir avanzar, ir más allá del fácil castigo: como recomienda Alfie Kohn, “trabajar CON el niño”, no contra él; ser su aliado y no su enemigo.
No hay ninguna razón demostrable para suponer que el castigo pueda ayudar a un niño a crecer siendo responsable, a saber cuáles son sus deseos y sus objetivos y trabajar para conseguirlos, a contribuir al bienestar de los suyos o de la sociedad. En cambio, sí que hay pruebas de los daños que produce confiar en el “cumplimiento temporal”.
Más información:
Artículo basado en:
Alfie Kohn, Beyond Discipline Alexandria, Va.: Association for Supervision and Curriculum Development, 1996.
Alfie Kohn, Beyond discipline, Education Week, November 20, 1996.
Alfie Kohn, Cinco razones para dejar de decir “Muy bien”.
Frustrar para crecer?
La teoría del niño manipulador. Frustración y límites
http://www.crianzanatural.com/art/art223.html
Seguramente habréis escuchado alguna vez frases como que los niños, si no les dejas claro quién manda, “se te suben a la chepa” o “les das la mano y te cogen el brazo”. O que los niños son unos manipuladores, que nos engañan para conseguir lo que desean y que hay que frustrarles desde pequeños para que luego puedan enfrentarse a los golpes de la vida.
Estas ideas erróneas tienen su origen en la teoría de la frustración de Freud, que decía que había que frustrar los instintos y adaptarse a la sociedad. Lo contradictorio del asunto es que, a su vez, Freud descubrió que precisamente cuando se frustraban los instintos aparecían las neurosis, por lo que lo que proponía era, en definitiva, una sociedad enferma que producía enfermos, una sociedad que, si ha cambiado desde sus tiempos a los nuestros, ha sido para ir a peor (de hecho hemos pasado de una predominancia neurótica a una predominancia border line).
Afortunadamente uno de sus discípulos, Wilhelm Reich, al que tanto debe la crianza respetuosa y el mundo, apareció en escena y empezó a hablar de embarazo y parto respetados, sexualidad natural, crianza con respeto, necesidad de continuum tras el parto, vínculo y presencia, validez de todas las emociones o autorregulación, entre otras cosas. Fue un pionero, un visionario cuyas ideas fueron seguidas por gente como Michel Odent, Casilda Rodrigañez o Alice Miller.
Reich vio la contradicción del asunto y se distanció de Freud y del psicoanálisis respecto a estas y otras muchas cosas, hablando del principio del placer. Por placer es cómo aprende el niño, no por frustración, permitiendo la autorregulación, no frustrando sus instintos ni sus necesidades básicas, dejando fluir la vida. Les permitimos aprender mediante autorregulación, por ejemplo, cuando no les obligamos a comer al introducir los alimentos sólidos y además les facilitamos el experimentar, probar, mancharse y mancharlo todo. De ese modo, el niño aprende de un modo natural y placentero a comer solo y con variedad. Obligándoles a comer revestimos el momento de alimentarse de ansiedad, frustración y rabia, además de vivirlo como un fracaso y como algo siempre impuesto desde el exterior
Mediante este aprendizaje, en este y otros aspectos de su vida (retirada del pañal o destete respetuosos y acorde a sus ritmos, por ejemplo), el niño (y el adulto que será después) desarrollará la búsqueda del placer en la vida, de la consecución de las cosas por uno mismo, de la autonomía y de la autoestima por contraposición al displacer, el miedo, la culpa, la compulsión, la sumisión, el sentimiento de inferioridad, la dependencia de los demás o la ausencia de un yo.
Había que buscar aproximarse a la salud, no a la enfermedad. Había que romper la cadena, no perpetuar las pautas de crianza dañinas mantenidas por la transmisión intergeneracional, que hacen que nuestros traumas infantiles aparezcan para cebarse en nuestros hijos, repitiendo la historia de nuestras propias crianzas de modo inconsciente. Reich contrastó con las patologías de sus pacientes adultos la necesidad de prevenir, de trabajar desde la infancia. Era el único modo de cambiar el mundo y la base imprescindible de todas las luchas y causas. Sin cambiar esto, poco se puede hacer en una sociedad tan enferma. El habló de los “niños del futuro”, trabajando generación tras generación para ir aproximándonos poco a poco todo lo posible a la salud y a la autorregulación.
Por el mismo motivo, Reich recalca la importancia de tener en cuenta lo saludable, no lo estrictamente social, a la hora de criar a nuestros hijos. Establece la diferencia entre normal y sano. Además, descubre lo que llamó la coraza, un mecanismo defensivo que todos formamos desde la concepción y durante la infancia, y que, siendo flexible, se arma cuando es necesario. El problema reside en que dicha coraza se vuelve rígida debido a la tensión cronificada provocada por traumas y frustraciones, alterando nuestra percepción, creando patologías y enfermedades.
Todo esto, aplicado a nuestra vida diaria y a la crianza de nuestros hijos, lo vemos reflejado en esa concepción predominante del niño manipulador al que hay que meter en vereda, que se correspondería con la teoría de la frustración. De este modo, teniendo en cuenta las investigaciones de Reich (y las del mismo Freud), con una educación autoritaria estaríamos creando esas tensiones cronificadas que poco a poco enfermarían a nuestros hijos y los acorazarían rígidamente.
Es más, para afrontar la dureza de la vida el niño precisamente necesita una base fuerte que solo se consigue desde la salud, sin frustraciones innecesarias. El mundo puede estar enfermo, pero una persona sana vive y puede hacerle frente. Una persona enferma solo sobrevive y recibe los golpes de la vida con dureza. Esto también podemos verlo desde las investigaciones realizadas en la teoría del apego, viviendo esa dependencia necesaria y sana, como especie altricial que somos, para después poder ser realmente independientes.
Una de las cosas más bonitas de mi trabajo y de mi aprendizaje se da cuando investigaciones de diversas corrientes coinciden. Cuando el puzzle encaja. Este es uno de esos casos. Desde la psicología evolutiva, la neurociencia o la teoría de la mente vemos que el niño, antes de los 3 años, no es capaz de realizar operaciones cognitivas superiores, como engañar, manipular o ponerse en el lugar de otra persona, sencillamente porque su cerebro superior aún no está desarrollado, además de encontrarse en la llamada fase egocéntrica en la que el mundo gira alrededor de ellos al no entender tampoco la noción de “otro”. La capa cortical correspondiente al cerebro superior que permite realizar este tipo de operaciones no está completa. Por este motivo es imposible que el niño sea un manipulador, que llore para conseguir las cosas, que quiera subírsenos a la chepa. Esto es así vengamos del enfoque que vengamos; es algo físico e irrebatible.
Este desarrollo cortical y cerebral incompleto tiene además otra consecuencia. Todo impacto o trauma incide en el cerebro primitivo, en el sistema nervioso vegetativo (al ser más pequeño el bebé) o en el cerebro medio emocional (más adelante), y lo hace con fuerza, debido a esa ausencia de defensa cortical. Por ello, cuanto más pequeño es el niño, mayor va a ser el impacto, más va a condicionar su vida futura. Un impacto vegetativo deja una profunda huella que dura toda nuestra vida y nos hace ser como somos, o mejor dicho, como no somos, ya que el yo se debilita o incluso desaparece para sobrevivir (que no vivir) bajo una máscara. Un impacto en el sistema límbico o emocional deja también una huella profunda, pero el daño es menor, aunque también nos condiciona.
Un claro ejemplo es el método Estivill o del llanto controlado, que aplicado a bebés puede causar una escisión del yo como defensa vegetativa (el bebé hasta los 6 meses no percibe que sea un cuerpo separado del de la madre, de ahí la necesidad del continuum) y seguramente una estructura psicótica futura. El bebé además, con suerte, llora. Digo con suerte porque el bebé que no lo hace ya se ha rendido y ha comenzado a acorazarse, a no querer vivir (una alarma se me dispara cuando me hablan de niños “buenos” que no lloran). Llorar es adaptativo, permite a ese bebé que aún no tiene capacidad para razonar y ver que está a salvo no morir a manos de un depredador, de frío o de hambre. Su instinto se lo grita. Incluso si no llora, el bebé puede estar sufriendo el mismo daño, tal y como se ha comprobado en estudios que miden el cortisol (hormona del miedo y del estrés que en cantidades altas perjudica el desarrollo cerebral) en la saliva. Mientras tanto, sus padres, pensando que hacen lo mejor para él porque así se lo han aconsejado o porque un “experto” lo indica, asisten a ello al otro lado de la puerta, además, entre lágrimas. Porque en el fondo su propio instinto les dice que no deben hacer eso. Pero la sociedad les dice lo contrario, que hay que acostumbrarles a dormir separados y que no hay que atenderles cuando lloran porque nos “manipulan” para que vayamos. Teniendo en cuenta todo lo comentado antes sobre el desarrollo cerebral y la imposibilidad de manipular en un bebé, no tiene ningún sentido. Dicho sea de paso, el bebé no aprende a dormir, puesto que ya sabe hacerlo (con el sueño propio de su edad, con despertares adaptativos destinados a la supervivencia); aprende a resignarse de la mano de la depresión, la ansiedad y la indefensión aprendida. Los bebés deberían dormir con sus madres, tal y como nuestra especie ha hecho desde sus inicios, que es para lo que estamos preparados. Hacer otra cosa es antinatural y pasa factura.
De igual modo, las frustraciones innecesarias, como por ejemplo reprimir o ignorar las rabietas, pueden provocar cronificación de las tensiones y el progresivo endurecimiento de la coraza en el niño, por ejemplo con una estructura border line con una base de rabia reprimida bajo una máscara de amabilidad desarrollada para agradar a los padres y a los demás. Una olla a presión, una base de violencia con cara de buen vecino. Esa es nuestra sociedad.
Es el caso de los límites mal entendidos, desgraciadamente tan extendidos por nuestra sociedad. Antes de los tres años, los límites no tienen sentido, por la fase en la que se encuentra el niño ya comentada antes, aunque debemos velar por su seguridad y su salud. Autorregulación no significa libertinaje, no significa dejar que los niños hagan siempre lo que desean dentro de una lógica. Si el niño no quiere ponerse el cinturón del coche, quiere tirarse por la ventana, comer siempre chucherías o ver constantemente la televisión, no podemos permitirlo. La diferencia va a residir en cómo gestionamos estas situaciones, sin autoritarismo pero con firmeza cuando sea necesaria, intentando siempre abordarlas desde el lenguaje que comprende el niño a esa edad: juego, imaginación, distracción, ejemplo, anticipación. Si no funciona o la situación es peligrosa y debemos intervenir rápidamente, simplemente no les permitimos hacerlo. No pasa nada si se da una rabieta, siempre que no la ignoremos ni la reprimamos, sino que la acompañemos validando sus sentimientos y dejándoles claro que les queremos y estamos a su lado, con verdadera presencia (y no me refiero a presencia física únicamente, sino a estar verdaderamente a su lado y en nosotros).
Tras los tres años podremos ir incorporando el diálogo a estas situaciones y los límites cobrarán más sentido, siendo de hecho necesarios para proporcionar envolvimiento, coherencia y seguridad al niño, siempre que se tenga lógica y sentido común a la hora de ponerlos. Se trata de favorecer un respeto natural, desde la admiración y la confianza, no desde la imposición, y destinado al desarrollo sano del niño y no a una lucha de poder con los padres. Firmeza sin gritos, sin violencia, sin traumas personales de los padres asomando la nariz en el asunto. Pocos “noes” y nunca por sistema, sino desde la lógica y admitiendo que el adulto también se puede equivocar (y que lecciones nos dan a veces los niños).
Hay que diferenciar entre las necesidades reales y básicas de un niño, las cuales nunca hay que limitar, y las puramente sociales o destinadas a lo que desea el adulto. Los límites deben estar orientados a su funcionalidad, a su utilidad para el desarrollo del niño, no a la comodidad adulta ni a quedar bien en sociedad.
El sentido común no puede faltar en estos casos. Si nuestro hijo no come equilibradamente porque siempre desea comer chocolate, esto no pasará si sencillamente no hay chocolate en casa o si se le da antes de comer. Si no se quiere poner la ropa por la mañana, quizá tendremos que planteárselo de otra manera, jugando, sin prisas, a su ritmo. A mí tampoco me gustaría que me sacasen de mi cama calentita y me metiesen prisas. Si un niño de menos de tres años no quiere compartir un juguete, no podemos pretender que lo entienda, porque como hemos comentado su desarrollo cerebral, aún incompleto, no le permite entender la noción de “otro” y mucho menos la de compartir. Lo que debería importarnos es que nuestro hijo se desarrolle de manera sana, no lo que piensen el resto de padres del parque. Si un niño tiene una rabieta en medio de un centro comercial, nos necesita igual que si la tiene en casa. No podemos estar pensando en que toda esa gente que no conocemos de nada nos mira y piensa que somos malos padres. Deberíamos poner una barrera para estar con nuestro hijo cuando lo necesita.
No hacen falta grandes traumas para que un niño se vea dañado. En la mayoría de los casos, el mayor daño se produce con el goteo cotidiano de represión, de maltrato sutil, de lo que percibimos como “normal” porque es lo que siempre hemos vivido, de lo que luego justificamos de adultos con un “a mí no me pasó nada”, negando una realidad porque no la percibimos como tal. Pero luego reproducimos el mismo patrón con nuestros hijos. O vivimos desde la ansiedad, la tristeza o el miedo, y lo somatizamos con enfermedades de todo tipo. Buscamos incesantemente esa felicidad inalcanzable sin poder llenar con nada ese vacío gestado en los primeros años de nuestra vida, ese vacío de amor y presencia de nuestros padres en el que solo hay culpa, rabia y miedo. Buscamos llenarlo con alcohol, tabaco, drogas, pertenencia a sectas o grupos específicos, consumismo desenfrenado o la aprobación de los demás, nuestros eternos padres.
En resumen, debemos adecuarnos a lo que entiende y pretende el niño en la etapa en la que se encuentra y pensar en ellos y no en lo que juzgue la sociedad, ya que tenemos una gran responsabilidad que va más allá de nuestros hijos. Es el cambio necesario en el mundo.
© Laura Perales, psicóloga infantil. Ofrece orientación reichiana, humanista y teoría del apego. Puedes encontrar más información en http://www.crianzaautorregulada.com.